miércoles, 5 de octubre de 2011

El error que representa la arrogancia


Nuestra religión enumera los pecados de la humanidad como siete, y el más destacado entre ellos es la soberbia.
Francisco León, mi maestro, me advirtió sobre ello, pero sus lecciones concernían a una faceta personal del orgullo. «Un ser poderoso camina sola con frecuencia, pero siempre tiene amigos cerca», explicaba aquel hombre sabio. «Un ser poderoso conoce su entorno y sabe dónde puede hallar aliados.»
A juicio de mi maestro, la soberbia era ceguera, un enturbiamiento de la intuición y del discernimiento, y la derrota de la confianza. Un hombre demasiado orgulloso camina solo y no le importa dónde puede encontrar aliados.
Yo pensé que la sociedad era una mentira, que los que la formabais no erais  merecedores de que yo formara parte de esa mentira.
¿Tan alto era el concepto que tenía de mí mismo y de mis habilidades que había olvidado a los amigos por los que, hasta el momento, me había sido posible sobrevivir?
Qué necio fui.
El orgullo me convenció de que yo era la causa de la muerte de mi abuelo; el orgullo me convenció de que sería yo quien enmendaría el yerro. La pura arrogancia me impidió sincerarme con mis amigos.
En aquel lugar de mi conciencia, comprendí que pagaría por mi arrogancia; posteriormente, me enteraría de que otros seres queridos para mí, también pagarían por ello.
Es un duro golpe para el espíritu descubrir que la causante de tanto perjuicio y tanto dolor es su arrogancia. La soberbia induce a escalar la cumbre del triunfo personal, pero el viento sopla con más fuerza en esas alturas, y los pies se afianzan en asideros inestables. Y entonces, cuando se está en lo más alto, llega la caída.

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